Mucho se ha hablado de las relaciones que el teatro ha debido establecer con otras artes o campos de conocimiento para alimentarse o para no morir: plástica, danza, ideología política como justificación estética. ¿Y la música?

Si pensamos en una relación directa entre teatro y música, en seguida se nos viene a la mente la ópera. Sin embargo, indagando un poco más, podemos descubrir que la tragedia griega ya incluía partes cantadas y bailadas (de hecho la ópera surgió como un intento de reedición de la misma), que el teatro popular desde el medioevo en adelante nunca abogó por las separaciones tajantes de disciplinas y, yendo aún más lejos, que en los orígenes rituales que se le adjudican al teatro, con el famoso círculo mágico mediante, letra y música se han mezclado sin que nadie haya podido establecer a ciencia cierta cuándo ni cómo una le dejó paso a la otra y viceversa.

Más tarde, mucho más tarde, y tal como le había sucedido a la pintura con el advenimiento de la fotografía, la llegada del cine primero y de la televisión después, de la mano de la masificación de los espectáculos deportivos, le quitaron al teatro el monopolio del entretenimiento. A partir de allí, el teatro debió salir a buscar nuevos aires. Y ahí empieza la historia de las experiencias que comienzan a jugar con los límites entre las artes, acaso para volverlos absurdos. Más allá de los antecedentes de las vanguardias de entreguerras, de Bertolt Brecht y su teatro épico (que incluía canciones como forma de distanciamiento) y de la danza contemporánea que se fue acercando cada vez más al teatro, el punto más alto del juego con los límites lo constituyó el happening, acontecimiento en el que diferentes elementos se superponían sin jerarquías, iniciado por John Cage mucho antes, pero patentado por Alan Kaprow a finales de los ‘50.

Pero no sólo debemos recurrir a la historia del teatro universal para agregar unas líneas a nuestros apuntes. De ello podría desprenderse, erróneamente, que el teatro ha recurrido a la música y no siempre la convocatoria fue en esta unívoca dirección. Pensemos cuánta música le debe su buen pasar a la teatralidad desplegada en su ejecución. Sin ir más lejos, el rock sabe y ha sabido obtener muchas ganancias de aquello que puede definirse como netamente performativo. Numerosas bandas y solistas de rock han adquirido buena parte de su singularidad tomando elementos del teatro: desde Jimy Hendrix quemando la guitarra, hasta Freddie Mercury vestido de reina, pasando por David Bowie y sus múltiples personajes, tanto ostentando atavíos femeninos como interpretando a Ziggy Stardust. Y qué se puede decir de Madonna y Elvis… El rockabilly, la música beat, el glam, el pop, el new romantic, el grunge y ni qué hablar del punk y el heavy metal, no existen simplemente por la combinación de sonidos que emiten los instrumentos y no serían lo que son sin sus personajes, su vestuario, su comportamiento, su actitud, su típica o transgresora o las dos cosas al mismo tiempo, sucesión de acciones, en definitiva, la imagen, cuya apoteosis ha sido, sin ninguna duda, el videoclip. Que si es por tener una concepción artística integral o por vender remeras y vinchas, es otra historia. Y no es para responsabilizar a lo teatral de las bondades artísticas y a la industria de las pusilerías comerciales, porque el teatro también vende, lección que deberían aprender los actores del teatro off, eternos postergados a la hora de repartir la plata…

Durante los ‘90, el espectáculo pasó a ser el modelo de lo que debía suceder en los recitales. Nosotros, que en esa década recibimos las visitas más variopintas, vimos cómo se había impuesto la banda de rock o la star internacional que concebía sus conciertos a partir de una parafernalia de elementos que se proponían como espectáculo multimedial, superando a sus antecedentes más modestos, que sólo traían algunos fuegos de artificio tributarios de la lejana China. En efecto, U2, Rolling Stones y compañía, no venían sin su pantalla gigante, sus muñecos inflables y su diseño de imagen. Pero, tal como señalábamos recientemente en otra nota, el espectáculo provenía mayoritariamente de instancias externas al cuerpo de los músicos.

Del teatro hacia la música, de la música hacia el teatro, ¿cuál es la particularidad argentina en esta relación? Iniciado el siglo XX, los géneros populares del teatro porteño no le hacían asco a la inclusión de canciones en el desarrollo de sus obras. En los sainetes, por ejemplo, se estrenaron importantísimos tangos. Lo singular era que la interpretación se justificaba argumentalmente: había un bailongo en el patio del conventillo, entonces alguien se paraba en el medio y cantaba un tango. Si le gustaba mucho, el público pedía un bis, porque a la cuarta pared todavía no la habían levantado y la comunicación escenario / platea era de lo más fluida. Cuánto más en la revista porteña, que ya de por sí era un rejunte de sketches, coreografías y partes musicales, en el que el tango tenía un lugar central, aunque no era la única música que se cantaba y bailaba. De hecho, cualquier revista tenía su cantante internacional traído especialmente para el espectáculo. Posteriormente, estos géneros cayeron en desgracia. Surgió el teatro independiente como paradigma de las buenas costumbres. Una obra de teatro era un texto dramático actuado y punto. En una obra de Leónidas Barletta, fundador del primer teatro independiente, el Teatro del Pueblo, no cantabas una canción ni por broma.

En Argentina, la mencionada crisis del teatro llegó mucho más tarde que en el resto del mundo. Si bien el cine ya había sido una industria fuerte y también había dejado de serlo y la televisión había llegado en 1951, el teatro no sintió la necesidad de una renovación estética apelando a su unión con otras artes. Baste pensar en que el sistema Stanislavsky llegó a la Argentina ya bien entrada la década del 50, cuando en Estados Unidos ya existían John Cage y el Living Theatre.

Más allá de algunas experiencias del teatro independiente Fray Mocho, el teatro era realismo. Y en el realismo se conversa, no se canta. Todo aquello que no cuadraba con esta cerrada concepción fue a parar al Di Tella, pero misteriosamente no fue tomado por el resto del ámbito teatral. De toda la vorágine performática y “hapeningueana” se apropiaron sobre todo los artistas procedentes del mundo de la plástica, mientras la música ya gozaba de buena salud en lo que respecta a la experimentación, pero siempre dentro de su propio lenguaje. Dato curioso: en 1966 el Centro de Experimentación Audiovisual del Instituto Di Tella, que incluía el área teatro, realizó recitales de rock que molestaron al Centro de Estudios Musicales por la “superposición” de disciplinas.

Comienzan, sin embargo, a surgir actores que le toman el gustito al canto o músicos que le empiezan a arrimar el bochín a la teatralidad. Nombres tan disímiles como Leonardo Favio, Marilina Ross, Nacha Guevara, Cecilia Roseto y Les Luthiers, no podrían ser incluidos juntos en ninguna lista, más que en la de la relación entre actuación y música. Los primeros sorprendían al público masivo, que ya los conocía con una nueva faceta. Los otros se hacían conocidos a través del mismo Di Tella o del incipiente fenómeno del café concert.

En el teatro, lo que se dice teatro, nada.

Pero paralelamente estaba surgiendo un nuevo escenario poblado de actores de pelo largo. Surge el famoso rock nacional, de extraordinario desarrollo, que luego irradió hacia el resto de Latinoamérica e incluso España. Desde la irrupción de Sandro y los de fuego (quien niegue la teatralidad de Sandro no lo ha visto nunca), Los Gatos y Almendra, el rock adquiere la novedosa condición de ser en castellano. Jóvenes, incomunicados entre sí en el seno de una sociedad de personas mayores y valores viejos, comienzan a adherir, sin saberlo, a un movimiento denominado “contracultura”. Se agudiza la separación entre una juventud comprometida con la salida política directa y esa otra que está en la vereda de enfrente de todo, por lo que recibe ataques de la derecha, que la percibe como subversiva y de la izquierda, que la acusa de extranjerizante y descomprometida. Poco después, la llegada de la dictadura destruyó esa bipolaridad entre jóvenes rockeros / jóvenes comprometidos, porque, en palabras de Sergio Pujol*, la represión no hizo diferencia entre “hippies drogadictos” y “subversivos marxistas”. Cuando en 1982 sobreviene la guerra de Malvinas, se produce un hecho inusitado: el gobierno militar prohíbe la difusión de música cantada en inglés, lo que provoca un crecimiento del rock nacional.

Paralelamente crece el recital como uno de los pocos espacios de reunión de artistas y público, hecho del que también sacará partido el teatro de los últimos años de la dictadura, tal como lo demuestran la famosa IV edición del Festival B.A. Rock (1982) y el renombrado ciclo Teatro Abierto (1981 y siguientes).

Es con el advenimiento de la democracia que el teatro argentino vislumbra la encrucijada estética en la que se encuentra. ¿Dónde y cómo generar nuevas expresiones, cuando lo específicamente teatral se halla aun dominado por un realismo acérrimo?

La década del 80 traerá entonces el mayor aporte que el rock le ha dado a las formas teatrales, a través del under, fenómeno que implicó tanto a actores como a músicos. Los primeros debieron salir de los espacios teatrales convencionales, por propia convicción o porque en ellos no había lugar para sus propuestas e invadieron los espacios conquistados por el rock, tomando muchos de sus hábitos. El público de este nuevo teatro comienza a hacerse cada vez más joven, se impone el horario de madrugada, crece la implicación física del espectador en el espectáculo.

Surgen grupos de teatro que hicieron del espacio del recital de rock su espacio escénico. Algunos son actores que incorporan elementos musicales en sus performances como las Bay Biscuits (grupo de teatro-rock conformado por Vivi Tellas, Mayco Castro Volpe, Lisa Wakoluk, Diana Nylon y Fabiana Cantilo, quienes llegan a participar en recitales de Serú Girán en 1980), Los Macocos (quienes se transforman en una banda de rock en el espectáculo Macocos, mujeres y rock), Los Triciclos Clos; grupos musicales o solistas con una fuerte impronta teatral como Los Twist, Divina Gloria o Viuda e hijas de Roque Enroll; grupos de teatro que se crían en ámbitos compartidos con bandas de rock, como Los Melli, Las Gambas al Ajillo, el Clú del Claun, del que surge Batato Barea, quien compartirá el escenario con Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese. En la misma década viene La Fura dels Baus, proponiendo una nueva relación espectador/espectáculo/actor que será retomada por La Organización Negra en sus espectáculos en Cemento.

El nuevo teatro habita los mismos ámbitos que el rock, espacios tomados o creados para tal mezcla, como Café Einstein, Cemento, el Parakultural (en el que llegaron a tocar Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota), Babilonia, Nave Jungla, Prix D’ami, Die Schule. Allí, músicos y actores compartieron público, escenario, elogios, abucheos, razias policiales y escupitajos por igual. Damián Dreizik, ex integrante de Los Melli, ha declarado que en aquella época el público estaba conformado por punks y otras yerbas, que obligaban al actor a salir a matar para sobrevivir, por lo que uno de sus recursos era confundir al espectador para que no supiera qué era teatro y qué era realidad. También las mujeres tomaron protagonismo en las nuevas propuestas. Vivi Tellas ha reconocido que tanto en el rock como en el humor, los grupos de mujeres eran insólitos a principios de los ‘80, lo que provocó la agresión como primera respuesta del público. Algo similar acusó Patricia Sosa cuando, siendo vocalista de La Torre, no le permitieron subir al escenario por considerarla una groupie.

Toda esta vorágine creativa pasó a ampliar el repertorio de recursos del teatro de la década siguiente, extendiendo el compendio de herramientas del actor y, por ende, del teatro en su conjunto. Efectivamente, en los ‘90 todos fueron legitimados. La gran mayoría pasó a la pantalla de la TV, de la mano de Antonio Gasalla primero, Cha Cha Cha después, y toda la legión de predadores que vieron estos programas y los tomaron por asalto más tarde. Hacia el final de la década, Juana Molina se retira de la actuación para dedicarse completamente a la música, mientras De la Guarda debuta en los recitales de La Portuaria y el ya famoso Alfredo Casero sorprende con la Hallibour Fiberglass Sereneiders, primera de las bandas en las que se desempeñó como cantante, a la que le seguirán otras.

¿Qué podemos decir hoy de la relación entre teatro y música, cuando ya todas las propuestas son aceptadas sin prejuicios y “nuevo” es una vieja palabra?

En primer lugar, resulta apabullante en qué medida el actor porteño ha perdido su pericia musical y danzística, que se hace evidente, a partir de la difusión de la comedia musical y de la reedición del espectáculo revisteril. Porque cuanto más quiere cantar y bailar, más se pone en evidencia lo mal preparado para hacerlo que está, con respecto a su par de principios de siglo pasado. Como una suerte de respuesta contrafóbica, cada vez son más las obras (y en el off esto es notorio) que incluyen canciones y coreografías que no resisten explicación alguna en términos ni estéticos ni de ningún otro. Como contrapartida, los formatos del varieté y el cabaret se hallan a la orden del día, con una legión de artistas hiperespecializados (esto significa, hacen eso y no hacen otra cosa).

Pero además de este panorama definido por la desarticulación, han surgido en los últimos años bandas por definición musicales, pero con un componente teatral sin el cual no encontrarían definición, como Los Amados, Sergio Pángaro y Baccarat y nuestros entrevistados Ambulancia y Azukita, por nombrar sólo los ejemplos más cercanos. Estas bandas están formadas por artistas multidisciplinarios y se basan mayoritariamente en la imitación cómica de géneros y en la mezcla de los mismos. Quizá sea la parodia uno de los recursos dilectos del teatro popular y las manifestaciones del underground, el camino para continuar construyendo una relación tan fructífera como subterránea.

* en “Rebeldes y modernos. Una cultura de los jóvenes”, en AAVV, Nueva Historia Argentina, Tomo 9, Violencia, proscripción y autoritarismo (1955 – 1976), Dir. Daniel James, Buenos Aires, Sudamericana, 2003.